lunes, 29 de noviembre de 2021

Enfermedad mental y/o Salud mental


Hace unos días escuchaba en la radio una entrevista a una conocida cantante quien hacía alusión a su necesidad de ayuda profesional para procurarse la salud mental que percibió necesitar. Resaltaba la diferencia entre la enfermedad mental y la salud mental, con una interesante  y acertada reflexión de su experiencia que resumo en esta frase: No es lo mismo no tener una enfermedad mental que tener salud  mental.

El matiz es importante. La enfermedad mental o Trastorno Mental se define como una alteración de tipo emocional, cognitivo y/o comportamiento, en la que se encuentran afectados procesos psicológicos básicos como la emoción, la cognición, la conciencia, la conducta, la percepción, la sensación, el aprendizaje, el lenguaje, etc. El diagnóstico clínico contiene diversidad de parámetros contenidos en manuales técnicos que discute y consensuan los profesionales de la psiquiatría.

La salud mental constituye el bienestar psicológico que percibimos al encontrarnos suficientemente satisfechos con nuestras experiencias cotidianas en particular y en nuestra vida en general, con herramientas y actitudes suficientes y eficientes para afrontar las presiones y con la percepción de disfrutar de lo que nos gusta.

El desarrollo del bienestar psicológico no se aborda, exclusivamente, desde el ámbito clínico, puede decirse que lo trasciende acogiendo al ámbito psicoeducativo  a través de la educación emocional y a la psicoterapia centrada especialmente en el autoconocimiento y desarrollo personal. Es decir, más allá de las patologías, se encuentran necesidades de carácter psicológico que no se hallan encuadradas en la enfermedad mental porque no lo son.

Puede haber riesgo de padecer un trastorno mental cuando los patrones o cambios en el pensamiento, los sentimientos o el comportamiento nos causan angustia intensa y persistente o alteran nuestra capacidad de funcionamiento cognitivo, emocional y social principalmente.

Por otro lado, no olvidemos que sentir angustia, ansiedad, tristeza, es inherente al ser humano, no podemos evitar el malestar porque éste forma parte de nuestro entramado biológico para protegernos cuando detectamos riesgos. Además nuestra dimensión espiritual y filosófica es sensible al sufrimiento propio y al ajeno. Somos exploradores vitales y buscamos respuestas, necesitamos construir nuestro sentido de la vida.

La vida a veces nos coloca en la tesitura de sentir emociones y sentimientos complejos ajenos a la enfermedad mental.  Sin embargo, es necesario que tengan un escenario en el que representarse. Es decir, necesitamos conocer lo que sentimos, ubicar nuestro panorama emocional y darle la expresión adecuada.

En la antesala de la salud mental se encuentra la educación. Crecemos en un contexto que promueve la salud o la enfermedad.  Nos caracteriza además nuestra dimensión biológica, conteniendo nuestra predisposición genética a la salud o a la enfermedad.

Cuando las personas acuden a recibir ayuda psicológica es frecuente que manifiesten la necesidad de compartir la angustia, o la ansiedad que sienten y que no hallan en su entorno cotidiano el espacio para asimilarse,  para reformular sus sentimientos, pensamientos y actitudes de modo que sean asequibles para experimentar las vicisitudes de la vida de un modo sostenible.

Impulsar el bienestar psicológico requiere desenmascarar nuestros conflictos internos haciendo frente a nuestros propios antecedentes personales, conocer como nuestras creencias básicas acerca de la vida, expectativas y actitudes están influyendo en nuestra manera de afrontar las presiones y decisiones y nuestro modo de relacionarnos con nosotros y con los demás.

Es importante plantearnos que nos aleja del bienestar en lo que vivimos ahora y reconocer lo que nos puede ayudar a recuperarlo o impulsarlo.

Conocer sin juzgar nuestros estados de ánimo que a veces no coinciden con los eventos externos, lo que hace más compleja su asimilación. Encontramos en este sentido un límite difuso entre nuestros movimientos emocionales y la denominación de enfermedad mental.

Los profesionales de la psicoterapia, de la psicoeducación y de la salud mental propiamente dicha,  atendemos a personas con un nivel de sufrimiento variable en cuanto a frecuencia e intensidad. También son diversos los recursos personales con los que las personas que piden ayuda se presentan.

Ofrecerles el entorno y el tipo de intervención propicio para  atender su demanda es, desde mi punto de vista, el primer paso de la ayuda profesional. Saber derivar cuando corresponde a los compañeros o compañeras adecuadas también.

Reconocer nuestro campo de acción es un buen punto de partida para comenzar a establecer el necesario vínculo terapéutico. Comienza entonces el proceso de conocimiento, asimilación e integración de la indagación que hacemos juntos, reubicando la experiencia actual a través de la reformulación narrativa que requiere la vida hoy sin lastres innecesarios, abriendo perspectivas que potencien el desarrollo de la propia experiencia vital.

viernes, 24 de septiembre de 2021

Perder el techo

 

 

Perder el techo que nos cobija, el hogar que habitamos cada día, nos sitúa en una situación de desamparo físico, emocional, integral me atrevo a decir.  El refugio físico es una necesidad básica que disminuye la vulnerabilidad que nos caracteriza como individuos, como seres vivos. Porque afecta efectivamente a todos los seres vivos que buscamos refugio de la intemperie que nos asusta y condiciona nuestra necesidad de reposo.  Necesitamos descansar del  trabajo, tal vez de buscarlo y no conseguirlo, del movimiento, de los avatares del día.

Construimos un hogar más o menos sofisticado, cómodo, amable, según nuestras posibilidades económicas y emocionales también.  Muchas veces es el mejor lugar al que llegar, es lo deseable, cuidarlo y sentir que es nuestro entorno seguro, nuestro sitio.

A veces es posible bajo una caja de cartón, que sostiene historias de abandono, de dolor, de pérdida, dejando al descubierto la fragilidad con la lluvia, con el frío o el calor incluso con los vándalos, que traspasan sin dificultad la ingenuidad del solitario. La mayoría construimos con esfuerzo y dedicación, también con ilusión,  retazos de seguridad entre las paredes que nos acogen.

Otras veces construimos palacios como símbolo de éxito, de riqueza y poder que también pueden caer bajo los efectos de la guerra, del odio, de la naturaleza, que no odia ni ama, simplemente nos recuerda que el sentido es una construcción humana, social y particular de cada ser humano, de cada pueblo. Que perderlo es peligroso, esa es la verdadera intemperie, el riesgo absoluto de lo que somos como personas.

Sin embargo, en la dureza de lo inevitable se halla también lo más elevado del ser humano, y lo más rastrero, no voy a pecar de ingenua, aunque hoy quiero resaltar la tendencia del ser humano a la empatía, al compañerismo, a la cooperación.  No sólo de los profesionales destinados por oficio a la ayuda, a los que creo necesario agradecer cada día que existan y estén donde los necesitamos.  Miro hacia cada vecino de La Palma, de Lepe, de cada lugar víctima de la desgracia y veo personas que acuden para trabajar codo con codo con sus vecinos afectados, y me emociona la voz entrecortada de un hombre de Lucena que llora con una mezcla de tristeza y agradecimiento al relatar la cantidad de personas que llegaron hasta las calles de los afectados por la devastadora lluvia para retirar el lodo. Para evitar la pérdida, para repararla cuanto antes.

Miro de soslayo a los que decidieron ponerse a mirar el fuego en lugar de ayudar, aunque sea quedándose en su casa si todavía la tienen.  Cada cual tiene sus prioridades y coger la foto para asegurar la autoestima del día siguiente es una opción.  Contemplar la potente belleza del fuego con su ambivalencia entre la destrucción y la fuerza no dudo de que es tentador.

Hoy aparece en portada un político, que ante la amenaza pudo cambiar un techo por otro, perdiendo el suyo sí,  pero con margen, y lo demás se empequeñece, ya no llueve, ya no hay lava ya no es tan sofocante, apenas hay COVID.  Nos acercamos a octubre y otros viejos volcanes entrarán en erupción.

Sin embargo, quiero apostar por el tema de mi reflexión de hoy, la cooperación y el cuidado mutuo y de esto la mayoría de los políticos saben muy poco, de modo que, hoy ellos no importan.


miércoles, 4 de agosto de 2021

El tiempo pático


 

Hay un concepto acerca del tiempo que  hace referencia a la percepción del mismo, al estar sometidos a esa percepción cuando reparamos en ella. Si abundamos en la teoría, definimos  con gran interés en el ámbito de la psicología, el tiempo de espera y el tiempo de secuela.  El primero, señala el modo de percibir y gestionar un evento futuro más o menos próximo y el segundo, el efecto psicológico de ese evento una vez pasado. 

Si el evento desencadenante es de carácter positivo, por ejemplo las esperadas vacaciones, las emociones asociadas como la ilusión, la alegría, están disponibles y podemos experimentar la preparación,  disfrute y posterior efecto reparador.  Sin embargo, dada la complejidad que nos caracteriza, podemos llegar a una situación aparentemente positiva en condiciones adversas si estamos estresados en exceso y experimentamos la espera con ansiedad.  Puede que lleguemos a la situación de disfrute con una carga demasiado pesada que sea preciso aligerar para conectar con lo que deseamos.

Más allá del aspecto psicológico de la percepción del tiempo, si reflexionamos desde una perspectiva filosófico existencial,  notar el tiempo es algo que puede revelarnos angustia vital. Creo que en gran medida, esto es lo que ha sucedido en este tiempo de pandemia y nos ha pillado con menos preparación que el propio coronavirus.  ¿Por qué?

Mis reflexiones acerca de este tema  me llevan a deducir que estamos suspensos en planteamientos esenciales para el ser humano, es decir en filosofía.  Creo que con tanto correr, nos hemos olvidado de la necesidad de integrar las premisas básicas de la filosofía clásica: ¿Quién soy yo? ¿Qué hago en este mundo? ¿Hacia dónde vamos?, etc, de una manera reposada.

Tengo la impresión de que el miedo a sentir lo que somos, finitos, vulnerables, y la exaltación de lo positivo, carpe diem, o el coloquial que me quiten lo bailao, se ha dado de bruces con la parada técnica a la que nos ha obligado el persistente virus  y ahora, en estos días, asistimos nuevamente a la necesidad de desmadre,  una vez más. ¡Olvidemos lo pasado y al lío que son dos días!

Si de cada evento de la vida podemos aprender algo, conviene que en esta ocasión nos plateemos cuestiones como estas: ¿Qué he aprendido de mí, de los demás, de la vida? ¿Hay algo que no esté haciendo bien? ¿He detectado recursos personales que ignoraba tener  y que puedo afianzar?

No pretendo hacer crítica del disfrute, del baile y la risa ¡bienvenidas sean! Sin embargo, creo que la pandemia, como cualquier adversidad, está poniendo en evidencia nuestras carencias y una de ellas es la cuestión del tiempo. Qué hacer y dónde, han revelado necesidad de cambios, ya sean de ubicación, de espacio, de relaciones, de cuestiones básicas que competen a cualquier ser humano.

Abogo por un carácter de tipo renacentista para la renovación necesaria de la humanidad.  Me refiero  a generar una perspectiva educativa amplia y profunda, cultural, humanista, ecológica, artística. Insisto además en la necesaria cooperación para el cuidado mutuo.

No imagino a alguien que esté focalizado en aprender música tramando agresiones, no imagino a alguien deleitándose en el trazo de los dibujos que le inspiran buscando a quien acosar. Creo firmemente que la cualidad universal de la cultura es capaz de curar, acercar, reparar.  Para ello ha de ser accesible, cercana, asequible. Un recurso natural, porque está en nuestra naturaleza la curiosidad, la creatividad, el deseo de aprender, siempre que la potencialidad que todo individuo tiene en esencia encuentre la vía de expresión personal que le permite crecer y conocerse primero para confluir y compartir después.

Considero especialmente importante plantearnos nuestro legado, el patrimonio que queremos trasladar a nuestros descendientes, a nuestro pueblo, a nuestro mar, bosque o río. Constituye parte esencial del sentido de la vida. Es una construcción necesaria que se formula cada día en nuestra inversión cotidiana del tiempo.