Hay un concepto acerca del tiempo que hace referencia a la percepción del mismo, al estar sometidos a esa percepción cuando reparamos en ella. Si abundamos en la teoría, definimos con gran interés en el ámbito de la psicología, el tiempo de espera y el tiempo de secuela. El primero, señala el modo de percibir y gestionar un evento futuro más o menos próximo y el segundo, el efecto psicológico de ese evento una vez pasado.
Si el evento desencadenante es de carácter positivo, por ejemplo las esperadas vacaciones, las emociones asociadas como la ilusión, la alegría, están disponibles y podemos experimentar la preparación, disfrute y posterior efecto reparador. Sin embargo, dada la complejidad que nos caracteriza, podemos llegar a una situación aparentemente positiva en condiciones adversas si estamos estresados en exceso y experimentamos la espera con ansiedad. Puede que lleguemos a la situación de disfrute con una carga demasiado pesada que sea preciso aligerar para conectar con lo que deseamos.
Más allá del aspecto psicológico de la percepción del tiempo, si reflexionamos desde una perspectiva filosófico existencial, notar el tiempo es algo que puede revelarnos angustia vital. Creo que en gran medida, esto es lo que ha sucedido en este tiempo de pandemia y nos ha pillado con menos preparación que el propio coronavirus. ¿Por qué?
Mis reflexiones acerca de este tema me llevan a deducir que estamos suspensos en planteamientos esenciales para el ser humano, es decir en filosofía. Creo que con tanto correr, nos hemos olvidado de la necesidad de integrar las premisas básicas de la filosofía clásica: ¿Quién soy yo? ¿Qué hago en este mundo? ¿Hacia dónde vamos?, etc, de una manera reposada.
Tengo la impresión de que el miedo a sentir lo que somos, finitos, vulnerables, y la exaltación de lo positivo, carpe diem, o el coloquial que me quiten lo bailao, se ha dado de bruces con la parada técnica a la que nos ha obligado el persistente virus y ahora, en estos días, asistimos nuevamente a la necesidad de desmadre, una vez más. ¡Olvidemos lo pasado y al lío que son dos días!
Si de cada evento de la vida podemos aprender algo, conviene que en esta ocasión nos plateemos cuestiones como estas: ¿Qué he aprendido de mí, de los demás, de la vida? ¿Hay algo que no esté haciendo bien? ¿He detectado recursos personales que ignoraba tener y que puedo afianzar?
No pretendo hacer crítica del disfrute, del baile y la risa ¡bienvenidas sean! Sin embargo, creo que la pandemia, como cualquier adversidad, está poniendo en evidencia nuestras carencias y una de ellas es la cuestión del tiempo. Qué hacer y dónde, han revelado necesidad de cambios, ya sean de ubicación, de espacio, de relaciones, de cuestiones básicas que competen a cualquier ser humano.
Abogo por un carácter de tipo renacentista para la renovación necesaria de la humanidad. Me refiero a generar una perspectiva educativa amplia y profunda, cultural, humanista, ecológica, artística. Insisto además en la necesaria cooperación para el cuidado mutuo.
No imagino a alguien que esté focalizado en aprender música tramando agresiones, no imagino a alguien deleitándose en el trazo de los dibujos que le inspiran buscando a quien acosar. Creo firmemente que la cualidad universal de la cultura es capaz de curar, acercar, reparar. Para ello ha de ser accesible, cercana, asequible. Un recurso natural, porque está en nuestra naturaleza la curiosidad, la creatividad, el deseo de aprender, siempre que la potencialidad que todo individuo tiene en esencia encuentre la vía de expresión personal que le permite crecer y conocerse primero para confluir y compartir después.
Considero especialmente importante plantearnos nuestro legado, el patrimonio que queremos trasladar a nuestros descendientes, a nuestro pueblo, a nuestro mar, bosque o río. Constituye parte esencial del sentido de la vida. Es una construcción necesaria que se formula cada día en nuestra inversión cotidiana del tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.