Me atrevo a llamarlo efecto paranoia por la desconfianza con la que discurren. Como consecuencia se instala su contenido: la desesperanza, la impotencia, la actitud pasiva por percibirse incapaz de cambiar lo que no está bien, en el otro extremo la violencia. Cualquier ámbito de nuestra experiencia puede teñirse de este color oscuro y cronificar el tono de nuestra perspectiva y de nuestro estado anímico.
“Todo es deshonesto”, “Yo no puedo hacer nada”. Esta actitud, transformada en lenguaje, conlleva riesgos. Necesitamos un humanismo inteligente, eficiente para generar los cambios sustanciales que necesitamos en este período de la humanidad en general y de nuestras experiencias personales en particular.
Es preciso acercarlo al microsistema familiar, a la escuela, al sistema social en todos los ámbitos. Para empezar, como no, la reflexión, el análisis, y como herramienta, el lenguaje. Creo que es necesario un cambio de paradigma comunicacional más allá de lo cultural, de lo tecnológico. Me refiero al cuidado de la palabra, la dicha y la pensada. Eso que llamamos diálogo interior y que tanto foco le dedicamos los profesionales del apoyo psicológico, proviene, en gran medida, de la influencia del entorno y se llena de palabras, de frases, de gestos de otros que se hacen míos si no atraviesan un filtro que los audite. Y lo llamamos crispación, bullying, acoso, y son palabras mal dichas dirigidas al lado más sensible de nuestro aparato psíquico que engancha y genera un efecto interno que después ha de devolverse de algún modo.
Es por esto que hoy mi reflexión se dirige a la palabra y su poder para afianzar desencuentros o para crear espacios comunes.
Dice un antiguo proverbio árabe:
“Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio no lo digas” Ni a otros ni a ti mismo.
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